Era un nudo en su garganta. Era el grito que libera. La ola que rompe con todo. La nube que eclipsa a la Luna llena. La parte del cielo que amanece por el Este.
Yo era tan sólo una parte de lo que podía llegar a ser. La inspiración que te llega de un momento a otro. La nota de música que te hace llorar. Ésa era yo.
Y mi vida se resumía en un carrete de fotos sin revelar.
Había dejado de ser la niña que lloraba. Porque con el tiempo aprendí que las heridas que más duelen son las que no están en la piel. Que lo que quema, son las palabras en la garganta a punto de salir. Y yo ya no era la niña de sonrisa fácil. Ahora había hecho reformas, y los cimientos casi no resistían ya. Cuando todo afecta, cuando todo se derrumba, cuando te dejas la piel en arreglar lo que tú sola has destrozado. Cuando el sentimiento pincha. Y duele, y llora.
Cuando las palabras vuelan, cuando el aire brilla.
Los detalles era lo que más me gustaba. Me fijaba en todos, estuviesen donde estuviesen. A mi nada se me resistía. Yo era capaz de presenciar los sentimientos de cualquier ser animados a distancia. De calar hasta lo más profundo de su ser, de exprimirlos con la mirada y sacar todo de ellos. Yo podía hacerlo.
Y me encantaba.
También empecé a sentirme afortunada. Tengo cosas que los demás sólo pueden soñar. Hay veces, como en todo, en las que da igual la cantidad de personas que haya a tu alrededor, porque una persona es capaz de sentirse completamente vacía y sola por dentro independientemente de las personas que se encuentren en ese preciso momento contigo. Pero, sin embargo, hay otros, de calor, de felicidad y calma interior en los que sientes que la sonrisa se te sale del rostro, en los que tus ojos brillan. Pero brillan mucho. Son capaces de deslumbrar a cualquier rostro triste. Y sin saber por qué. Porque...yo soy como la primavera.